MI CABALLITO DE MADERA.
Estaba llegando la noche de reyes, y volvía a sentir de nuevo ese malestar en mi estómago, ese enfado injusto que experimentaba en mi interior con esa ¿mágica? ¿ilusionante? Fiesta de Reyes. Hacía ya muchos años que ellos se habían olvidado de nuestra casa, de esa pobre casa a la que nos habíamos mudado unos años atrás y a la que nos había llevado mi padre antes de irse a Venezuela, pues se había arruinado y quedado sin nada debido a las deudas que tenía y a su mala cabeza.
Estaba decepcionado y por eso ese año no quería pedir nada, ¿para qué? me preguntaba. Realmente estaba enfadado con ellos, eran injustos con nosotros, conmigo y con los otros tres hermanos mas pequeños de mi familia y con otros muchos niños de mi barrio. Mis restantes 7 hermanos ya eran grandes, algunos, incluso, ya no estaban pues habían formado sus propias familias.
Para olvidarme de este triste pensamiento animé a mi hermano Tinito a salir a jugar al fútbol con los demás niños y, para hacerlo, nos dedicábamos a hacer un gran pelota de papel y badana para poder jugar con nuestros nuevos compis del barrio. Salimos, jugamos, corrimos, sudamos, nos peleamos con los tres niños del equipo contrario, éramos seis en total, por un gol, pues casi lo hicieron con la mano y eso era trampa. Solo había una portería y sin portero. Jugábamos en el camino enfrente de mi casa. Ellos eran más grandes que nosotros, pero no les teníamos miedo. Al final Terminamos en una riña pegándonos, pero viendo aquella trifulca unos vecinos nos separaron y nos mandaron a cada uno para sus casas. Nos fuimos; doloridos y magullados, a la nuestra sin la pelota de badana. Con toda esta trifulca realmente no habíamos olvidado de que estábamos en navidad y esa noche era la Noche Buena.
Entramos sigilosos y sin quejarnos para no llamar la atención. Mi madre estaba en la cocina preparando la harina para hacer las truchas de navidad...era nuestra mejor tradición navideña: no cenábamos, sólo hacíamos truchas de batata y rosquetes para que nos pudiese llegar hasta el día de Reyes. Mirándonos, con esa mirada amorosa que ella siempre tenía, sin regañarnos, nos dijo: “lávense las manos y póngase aquí con nosotras” Fuimos corriendo a la palangana y nos lavamos las manos como pudimos. A mí me gustaba mucho el olor del aceite caliente y el de la harina. Mis tres hermanas mayores, pues teníamos una hermana mas pequeña que nosotros dos, ya estaban en la faena. Lo que más me gustaba era las figuras que podíamos hacer con la masa de harina preparada. Yo siempre hacia unas pescados, que freía y me los comía calentitos. ¡Que ricas les quedaban las truchas a mi madre!
Así pasamos unas horas, haciendo la masa, estirándola a lo largo de la mesa con una botella... Con una taza hacíamos los cortes para que fueran redondas, las rellenábamos con la masa de batata y pasas que mi madre había preparado y... ¡al sartén! Con los restos hacíamos tiras con las manos que redondeábamos y formábamos rosquetes que también se freían... se les echaba azúcar al sacarlos de las freidoras improvisadas, los calderos de hacer los potajes que se llenaban de aceite y una sartén grande ¡Qué bello momento era ese! ¡era nuestro mejor regalo navideño, y nuestra mejor noche del año! Reíamos, se contaban cuentos, chistes, nos embadurnábamos de harina y, sobre todo, olía a familia.
Pasaron los días, aunque sin olvidarnos de las inocentadas, la noche vieja el año nuevo y la víspera de reyes. Pero, ese año en la noche de Reyes pasó algo extraño que me ha seguido toda mi vida. Me desperté con mucho ruido en la sala contigua a mi habitación y con sigilo me levanté; salí con cuidado y vi a uno de mis hermanos, a Chicho, con mi madre, colocando un gran paquete al lado del belén, que, con gran amor y destreza, él siempre realizaba. No dije nada y alborozado me fui a la cama pensando muchas cosas y, sobre todo, en el gran secreto que se me acababa de revelar. Ya de madrugada desperté a mi hermanito y le dije que al lado del belén había una gran regalo. Nos levantamos y corrimos a verlo, despertando a todos los demás con nuestros gritos. “¡vinieron los reyes, vinieron los reyes,... este año si vinieron los reyes!” Llegaron todos y leímos lo que estaba escrito en el envoltorio, “Para Yaya, Lange, Tinito y Sedes para que jueguen, se diviertan, compartan y se alegren... nos costó encontrar la casa pero por fin ya dimos con ella. Sigan queriéndose mucho. Melchor, Gaspar y Baltazar. Hasta el próximo año y pórtense bien”
Entre los cuatro rompimos el papel que cubría el regalo y de su interior surgió un hermoso caballo de madera ¡¡¡era Un balancín negro!!!. Fui el primero en montarme y que placer sentí al subirme en él. ¡Era nuestro primer regalo en varios años! Después se subió Tinito y en ese momento llegué a donde se encontraban sentados, mi hermano Chicho y mi madre... Estaban emocionados, con lágrimas en los ojos, les abracé y al oído les dije. “Gracias amados Reyes”.
Con el tiempo aquel caballito tuvo ruedas, y con él volamos por los caminos del barrio, eso sí, con muchas caídas y heridas en las piernas. Mi caballito de madera murió de viejo y con él, muchos de mis sueños.
Ese año tampoco faltó el regalo de siempre. Una naranja envuelta en su papelito blanco, la única que comíamos al año, y una jícara de chocolate...
¡Qué año de reyes mas feliz, la de ese año, con un caballo compartido que solo se balanceaba. Un Caballo, que no camello, que vino desvelarme quienes eran los auténticos reyes de la vida! ¡Fue mi mejor regalo, pues no me sentí mal, sino comprendí, con mucha emoción, la ausencia de los otros años al conocer el mayor secreto guardado de ilusiones y fantasía ,... con él crecí y con él aún juego!
Mis hijos y mis nietos siguen jugando con esta ilusión del país de los sueños que no solo vienen de Oriente, sino que viajan en el interior de nuestro Universo, y que vienen acompañados, siempre, por la estrella de nuestro cuerpo.
(c) Lange Aguiar