DON ISIDORO, NUESTRO TERRIBLE MAESTRO
Allí estábamos mi hermano pequeño y yo escondidos entre las plataneras que bordeaban mi casa... Nos habíamos encaramado los dos sobre la atarjea de piedra que conducía el agua desde las galerías a todas las huertas de nuestro barrio, la Centinela de Icod. y los vimos pasar. Su sola presencia nos asustaba... Siempre en pareja, con sus capas, sus tricornios negros, sus fusiles en el hombre, su serios aspectos y sus bigotes negros... Cada vez que los veíamos un temblor recorría nuestro cuerpo. A mi especialmente me daban mucho temor, a mi hermano miedo. Desde donde estábamos pudimos seguir sus pasos sin que ellos pudiesen vernos y les vimos dirigirse a nuestra casa...Asustados, nos abrazamos y lloramos con temblores en el cuerpo. Sabíamos que lo que nosotros estábamos haciendo desde hacía bastantes días traería sus consecuencias en algún momento. El tiempo que tardaron dentro de mi casa para nosotros fue eterno. Saltamos de la atarjea. No sabíamos qué hacer en esos momentos, si salir corriendo, si entregarnos a la cruel verdad de que no estábamos yendo al colegio, si contarlo todo a nuestra madre, o volver al matadero del aula, de la clase de aquel demonio maestro que nos había tocado en desgracia desde hacia ya algún tiempo. Isidoro era su nombre y solo su presencia en el aula de “solo niños” nos hacia sentir en cada momento lo peor. Bofetadas sin control sin ton no son. Castigos de rodillas con piedras en el suelo. Reglazos en las manos con los dedos recogidos. Reglazos con toda la saña en nuestros traseros...
Este cruel maestro, venido de lejos, del otro lado de mar, nos ponía mirando a la pared, si no contestábamos de forma correcta, tal y como él quería a todas sus preguntas. Si no pronunciábamos las “ces” nos castigaba. Si no utilizábamos los tiempo verbales adecuadamente, nos castigaba. Si no pronunciábamos las “eses” finales nos lo hacia repetir hasta la saciedad, si hacíamos algún comentario a destiempo un tirón de orejas, si no cantábamos el cara al sol y la oración de la mañana con devoción, enfado castigo y sin recreo Si no hacíamos la señal de la cruz al entrar o salir del aula, tarea extra para hacer en casa, si llegábamos tarde solo unos segundos al colegio, sentados detrás dado la espalda a todos los demás compañeros, si pedíamos permiso para ir al retrete,, nos llamaba meones o cagaleras...
Mi hermano y yo cansados de tanta humillación y saña decidimos escondernos cada día el tiempo de la clase y no ir más al colegio. No lo contábamos en casa. Era nuestro silencio, era nuestro secreto. La autoridad del maestro, del cura, y de la guardia civil era nuestro catecismo grabado a fuego. Tardamos en reaccionar. Pero al final decidimos entrar en casa con la cabeza gacha y llorando a lágrima viva. Mi madre se acercó a nosotros, nos abrazó y nos preguntó que estaba pasando, que estaba ocurriendo con nosotros pues ella creía que estábamos yendo al colegio. y fue entonces cuando estalló en nosotros la cólera, el desahogo el contarlo todo a borbotones y con pelos y señales le dijimos a nuestra madre las razones de nuestras fugas. Ella nos miró en silencio, nos dio las gracias por contarlo todo. Nos dijo que entráramos a la casa y se fue directa al cuartelillo de la guardia civil , que estaba ubicado en nuestro barrio, a contarlo todo. Volvió enfadada, y con lagrimas en sus ojos nos dijo que teníamos que seguir en el colegio.
Volvimos a clase al día siguiente, Un silencio sepulcral no recibió. Llegamos cinco minutos tarde pues nuestras piernas temblaban pensando lo peor de los castigos como venganza. Pero solo nos recibió el silencio. Hicimos la señal de la cruz, pedimos permiso y nos sentamos en nuestros sitios. El maestro nos miraba, sin decir nada. Detrás de nosotros se sentaba al que llamábamos, de forma cariñosa, el topete, y al oído quiso hacernos un comentario. El maestro lo ve y sin pensarlo cogió lo primero que tenía a mano, en este caso el tintero de tinta china grande y lo lanzó contra nosotros... yo pude esquivarlo a tiempo y fue dar dando en toda la frente del topete, haciendo una profunda herida y comenzando a sangrar abundantemente. Nosotros nos asustamos...salimos todos corriendo del aula corriendo y gritando. La maestra de las niñas, sale de su clase, ubicada justo enfrente de la nuestra, pero al otro lado de la calle, les explicamos lo que había pasado y ella asombrada se acerca a ver lo sucedido, con la suerte que justo en ese momento estaba viniendo la pareja de la guardia civil que mi hermano y yo habíamos visto el día anterior entrar en mi casa. Aceleraron su marcha a ver que estaba pasando. Si decir nada, miraron a nuestro compañero herido, escucharon nuestros gritos explicando lo que Don Isidoro había hecho y en silencio se llevaron al maestro. Nosotros aplaudimos por ello. La sorprendida y bondadosa maestra se puso a curar al pobre topete con alcohol y algodón. Topete gritaba de dolor por el ardor que le producía el alcohol. Nosotros le catábamos, “lo que pica sana, lo que sana pica” una y otra vez, hasta hacerle sonreír. La maestra nos pidió entrar en su clase hasta que llegaran nuestras madres, pues la noticia corrió enseguida por todo el barrio. La primera en llegar fue la tía del “topete”, que se lo llevó enseguida a su casa. Los demás nos quedamos comentando lo sucedido y, de forma extraña, bastante alegres pensando que ya nuestro terrible maestro no volvería a nuestra clase. Y así fue, no lo volvimos a tener en clase y. nunca más supimos de él.
Tuvimos varios días sin clases hasta que, una semana después, se incorporó un nuevo y genial maestro, llamado Don Justo, que cambió nuestros sentimientos sobre la escuela y el aprendizaje. A Don Justo solo lo tuvimos los pocos meses que quedaban de curso, pues al año siguiente comenzamos en las escuelas unitarias de la Centinela, aún hoy existentes, con unos nuevos maestros, doña Aurora y Don Joaquín, que dejaron historia en nuestro pueblo y que cambiaron el rumbo de mi vida para siempre.
(c) Lange Aguiar