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22 ene 2009

OLORES


PERFUME A MADERA, OLOR A SERRÍN

12 años, solo doce años y allí estaba frente a la puerta de la carpintería de Don Fernando. Mi madre a mi lado. Yo nervioso, enfadado, triste. Había perdido la gran oportunidad de mi vida:

- Su hijo vale mucho doña Mercedes, es el mejor de mi clase, El Ministerio Nacional de Educación lo ha seleccionado para una beca especial. Podrá seguir estudiando interno, entre los mejores de la isla, en el Centro de Enseñanzas Medias del Norte.

Yo sonreía. Mi madre lloraba. Su cara se iba tornando pálida. Su rostro sombrío. Respiró profundamente antes de hablar. Su respuesta, corta y sentenciadora, produjo un trueno en mi cerebro:

- No podrá ser don Joaquín, mi hijo empieza mañana a trabajar de aprendiz en la carpintería. Necesitamos su sueldo. Me he quedado sin mis 3 hijos mayores y sin mi marido. El chico es lo único que me queda en casa para conseguir algunas perras y dar de comer, aunque sea un poco, a sus cuatro hermanas y a su hermano más pequeño. Lo siento mucho. De verdad que lo siento mucho.

Sentí un fogonazo en mi corazón. Me partió el alma. Lloré de impotencia, tragándome las lágrimas. Tan mal me quedé que no fui consciente de lo que estaba pasando a mi lado hasta un buen rato después.

Mi madre me cogió de la mano, y casi arrastrándome, salió conmigo a toda velocidad del colegio. En la primera piedra del camino que pudo sentarse, descansó. Respiró profundamente. Me puso entre sus piernas y me abrazó con mucha fuerza, casi hasta asfixiarme. Sentí su llanto. Oí sus gemidos. Respiré su impotencia y frustración y volví de pronto a la realidad. ¡Ella tampoco estaba de acuerdo con lo que estaba pasando. Ella, mi madre, mi adorada y tierna madre, estaba también sufriendo por mí, por su soledad, por su hambre compartida!

Allí mismo, con el rostro empapado, no por mis lágrimas, sino por las de mi made, me juré que sería el hombre de la casa. Que ya no lloraría nunca más. Que tenía que sacar adelante a mi familia. Que tenía que ayudar a mi madre a afrontar la cruel realidad en la que mi padre nos había dejado cuando marchó a Venezuela años atrás y nos había olvidado unos años después. Mis hermanos mayores ya no estaban con nosotros. El mayor se había ido a buscar a mi padre y se casó allí. Otro se había casado, por poderes y también emigró a Venezuela con su suegra. El tercero de mis hermanos, estaba haciendo la jodida mili hacía un par de meses y nos habían dejado sin su sueldo. Odié en ese momento todo lo que tenia que ver con el ejército. Aún hoy, casi cincuenta años después, me dura ese sentimiento.

Animé a mi madre. Yo también la abracé con todas mis fuerzas. Quería que se calmara, que no sufriera más por mí:

- No pasa nada mamá, Ya habrá otro momento para estudiar. Ahora toca trabajar. Estoy preparado. Mañana empezamos. Tú me llevarás al lugar y me presentarás a Don Fernando el carpintero. A mi me gusta el olor de la madera, su perfume. La estela que deja el serrín en el suelo. Seré un buen aprendiz mamá. Ganaré mucho dinero para ti. Tendré mucho cuidado por ti y mis hermanos. Te quiero.

Entramos en la carpintería. El olor de la madera, del serrín de riga vieja, de las virutas del pino canario y de las estillas de tea se mezclaban en el denso aire del lugar, embriagando mi olfato. Ese olor marcaría mi adolescencia y me acompañaría toda mi vida.

Por eso hoy, camino del colegio, y por hacerle caso a una de las diabluras de mi mente, decidí dar un rodeo. Un largo rodeo. Quería sentir de nuevo el aire viciado de la carpintería del viejo Fernando. Oír el vibrar de su antigua sierra, Oler su fragancia. Sentir en mis pulmones el aire viciado de la madera trabajada que marcó para siempre mi futuro, y cambió el rumbo de mi existencia.
LANGE AGUIAR

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