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11 dic 2025

El atardecer de Leugim

 

Imagen creada desde una foto mía por la IA

Leugím en la emoción de un atardecer

Leugim se sentó a la orilla de la ribera, el murmullo del agua acompañaba sus pensamientos. A su alrededor, la naturaleza florecía en un contraste vibrante con las sombras que se cernían en su corazón. Sentía una profunda inquietud, una búsqueda constante del sentido de su existencia en un mundo lleno de injusticias.




A medida que observaba el flujo del agua, Leugim reflexionaba sobre las crueles realidades que lo rodeaban: la pobreza, la guerra, el sufrimiento. Cada gota que caía parecía llevar consigo las esperanzas de quienes no habían tenido la oportunidad de soñar. Sin embargo, en medio de esa desesperanza, una chispa de confianza en el amor iluminaba su alma. Recordaba las miradas cómplices, las manos entrelazadas que, aunque breves, ofrecían consuelo y calidez.


La experiencia de vivir, pensó, era un regalo efímero. Se dio cuenta de que cada instante, cada risa y lágrima, contribuía a la paleta de su ser. Lo temporal, la fragilidad de la vida, le enseñaba a valorar lo que realmente importaba. La muerte, aunque temida, no era un final, sino un regreso al ciclo natural de la existencia.

Mientras el sol comenzaba a ocultarse, el cielo se tiñó de tonos anaranjados y púrpuras, y Leugim iba experimentado  cómo su corazón se apretaba ante la belleza del atardecer. Las lágrimas, inesperadas, brotaron de sus ojos; no eran de tristeza, sino de una profunda conexión con el universo. En ese instante, su alma pareció desdoblarse, revelando un vasto paisaje de experiencias vividas a lo largo de los siglos. Se sintió parte de un todo: de las risas de niños en antiguas aldeas, de las historias de amor y lucha de culturas lejanas, de las esperanzas y sueños de aquellos que habían caminado antes que él.

El resplandor del ocaso le susurraba sobre la eternidad de la existencia, recordándole que cada vida era un hilo en el tapiz del tiempo. Aquel paisaje de colores vibrantes le hablaba de un hogar más allá de lo físico, un universo donde su esencia era acogida. En la inmensidad de aquel atardecer, Leugim comprendió que su búsqueda de sentido se entrelazaba con el destino de todos los seres: un viaje compartido, una danza de luces y sombras.

Mientras el sol se ocultaba en el horizonte, Leugim iba sintiendo cómo su tristeza se transformaba en gratitud. A pesar de las injusticias, había belleza en la lucha, en la conexión humana. Su búsqueda de sentido se iba transformando en un viaje hacia la aceptación, donde cada emoción, cada experiencia, lo iba acercando un poco más a la comprensión de su lugar en el mundo. 

En aquella ribera, con el agua fluyendo como su propia vida, Leugim encontró un destello de claridad: vivir era su mayor declaración de amor, un amor que trascendía el tiempo y el espacio, un amor que lo unía a todos los que habían existido y a los que aún estaban por venir.